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Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote
Acabóse la buena comida, ensillaron
luego y, sin que les sucediese cosa digna de contar, llegaron otro día a la
venta espanto y asombro de Sancho Panza; y aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La ventera, ventero,
su hija y Maritornes, que vieron venir a don Quijote
y a Sancho, les salieron a recebir con muestras de
mucha alegría, y él las recibió con grave continente y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro mejor lecho que la vez
pasada. A lo cual le respondió la huéspeda que como la pagase mejor que la otra vez, que ella se le daría de príncipes. Don Quijote dijo que sí
haría, y, así, le aderezaron uno razonable en el mismo camaranchón de marras, y él se acostó luego, porque venía
muy quebrantado y falto de juicio. No se hubo bien encerrado, cuando
la huéspeda arremetió al barbero y, asiéndole de la
barba, dijo: —Para mi santiguada que no se ha
aún de aprovechar más de mi rabo para su barba, y que me ha de volver mi cola,
que anda lo de mi marido por esos suelos, que es vergüenza: digo, el peine, que
solía yo colgar de mi buena cola. No se la quería dar el barbero,
aunque ella más tiraba, hasta que el licenciado le dijo que se la diese, que ya
no era menester más usar de aquella industria, sino que se descubriese y
mostrase en su misma forma y dijese a don Quijote que cuando le despojaron los
ladrones galeotes se habían venido a
aquella venta huyendo, y que si preguntase por el escudero de la princesa, le
dirían que ella le había enviado adelante a dar aviso a los de su reino como
ella iba y llevaba consigo el libertador de todos. Con esto dio de buena gana la cola a la ventera el barbero,
y asimismo le volvieron todos los adherentes que había prestado para la
libertad de don Quijote. Espantáronse todos los de la
venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les aderezasen de comer de lo
que en la venta hubiese, y el huésped, con esperanza de mejor paga, con
diligencia les aderezó una razonable comida. Y a todo esto dormía don Quijote,
y fueron de parecer de no despertalle, porque más
provecho le haría por entonces el dormir que el comer. Trataron, sobre comida, estando
delante el ventero, su mujer, su hija, Maritornes y
todos los pasajeros, de la estraña locura de don Quijote y del modo que le habían
hallado. La huéspeda les contó lo que con él y con el
arriero les había acontecido, y mirando si acaso estaba allí Sancho, como no le viese,
contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron. Y como el
cura dijese que los libros de caballerías que don Quijote había leído le habían
vuelto el juicio, dijo el ventero: —No sé yo cómo puede ser eso, que
en verdad que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado
la vida, no solo a mí, sino a otros muchos. Porque cuando es tiempo de la
siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que
saben leer, el cual coge uno destos
libros en las manos, y rodeámonos dél
más de treinta y estámosle
escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas. A lo menos, de mí sé decir
que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles
golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que
querría estar oyéndolos noches y días. —Y yo ni más ni menos —dijo la
ventera—, porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos estáis
escuchando leer, que estáis tan embobado, que no os acordáis de reñir por
entonces. —Así es la verdad —dijo Maritornes—, y a buena fe que yo también gusto mucho de oír
aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra
señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una
dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que
todo esto es cosa de mieles. —Y a vos ¿qué os parece, señora
doncella? —dijo el cura, hablando con la hija del ventero. —No sé, señor, en mi ánima —respondió ella—. También yo lo escucho, y en
verdad que aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo;
pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones
que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad
que algunas veces me hacen llorar, de compasión que les tengo. —Luego ¿bien las remediárades vos, señora doncella —dijo Dorotea—, si por
vos lloraran? —No sé lo que me hiciera —respondió
la moza—: solo sé que hay algunas señoras de aquellas tan crueles, que las
llaman sus caballeros tigres y leones y otras mil inmundicias. ¡Y Jesús!, yo no
sé qué gente es aquella tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a
un hombre honrado le dejan que se muera o que se vuelva loco. Yo no sé para qué
es tanto melindre: si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no
desean otra cosa. —Calla, niña —dijo la ventera—, que
parece que sabes mucho destas cosas, y no está bien a
las doncellas saber ni hablar tanto. —Como me lo pregunta este señor
—respondió ella—, no pude dejar de respondelle. —Ahora bien —dijo el cura—,
traedme, señor huésped, aquesos libros, que los
quiero ver. —Que me place —; respondió él. Y entrando en su aposento, sacó dél una maletilla vieja, cerrada con una cadenilla, y,
abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena
letra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que era Don Cirongilio de
Tracia, y el otro, de Felixmarte de Hircania, y el otro, la Historia del Gran Capitán Gonzalo
Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como el cura
leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero y dijo: —Falta nos hacen aquí ahora el ama
de mi amigo y su sobrina. —No hacen —respondió el barbero—,
que también sé yo llevallos al corral o a la
chimenea, que en verdad que hay muy buen fuego en ella. —Luego ¿quiere vuestra merced
quemar más libros ?
—dijo el ventero. —No más —dijo el cura— que estos
dos, el de Don Cirongilio y el de Felixmarte. —Pues ¿por ventura —dijo el
ventero— mis libros son herejes o flemáticos, que los quiere quemar? —Cismáticos queréis decir, amigo —dijo el barbero—, que no
flemáticos. —Así es —replicó el ventero—. Mas
si alguno quiere quemar, sea ese del Gran Capitán y dese
Diego García, que antes dejaré quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros. —Hermano mío —dijo el cura—, estos
dos libros son mentirosos y están llenos de disparates y devaneos, y este del
Gran Capitán es historia verdadera y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de
Córdoba, el cual por sus muchas y grandes hazañas mereció ser llamado de todo
el mundo «Gran Capitán», renombre famoso
y claro, y dél solo merecido; y este Diego García de
Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas
naturales, que detenía con un dedo una
rueda de molino en la mitad de su furia, y, puesto con un montante en la
entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por
ella; y hizo otras tales cosas, que si, como él las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de
coronista propio, las escribiera otro libre y
desapasionado, pusieran en su olvido las de los Hétores,
Aquiles y Roldanes. —¡Tomaos con mi padre ! —dijo el
ventero —. ¡Mirad de qué se espanta, de detener una rueda de molino! Por Dios,
ahora había vuestra merced de leer lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco gigantes por la
cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos
que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo
ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil soldados, todos
armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos, como si fueran
manadas de ovejas. Pues ¿qué me dirán del bueno de don Cirongilio
de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se verá en el libro, donde
cuenta que navegando por un río le salió
de la mitad del agua una serpiente de fuego, y él, así como la vio, se arrojó
sobre ella, y se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y la
apretó con ambas manos la garganta con
tanta fuerza, que viendo la serpiente que la iba ahogando no tuvo otro remedio
sino dejarse ir a lo hondo del río, llevándose tras sí al caballero, que nunca
la quiso soltar? Y cuando llegaron allá bajo, se halló en unos palacios y en
unos jardines tan lindos, que era maravilla, y luego la sierpe se volvió en un
viejo anciano, que le dijo tantas de cosas, que no hay más que oír. Calle,
señor, que si oyese esto, se volvería loco de placer. ¡Dos higas para el Gran
Capitán y para ese Diego García que dice! Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio: —Poco le falta a nuestro huésped
para hacer la segunda parte de don Quijote. —Así me parece a mí —respondió Cardenio—, porque, según da indicio, él tiene por cierto
que todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni menos que lo escriben, y no
le harán creer otra cosa frailes descalzos. —Mirad, hermano —tornó a decir el
cura—, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirongilio de
Tracia, ni otros caballeros semejantes que los libros de caballerías cuentan,
porque todo es compostura y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron
para el efeto que vos decís de entretener el tiempo,
como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores. Porque realmente os juro que
nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas ni disparates
acontecieron en él. —A otro perro con ese hueso —respondió el ventero—. ¡Como si yo no supiese
cuántas son cinco, y adónde me aprieta el zapato ! No
piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco.
¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos
buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real,
como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y
tantas batallas, y tantos encantamentos, que quitan el juicio! —Ya os he dicho, amigo —replicó el
cura—, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y así
como se consiente en las repúblicas bien concertadas que haya juegos de
ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a algunos que ni tienen, ni
deben, ni pueden trabajar, así se consiente imprimir y que haya tales libros,
creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante, que tenga
por historia verdadera ninguna destos libros. Y si me fuera lícito agora
y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los
libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de
gusto para algunos; pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar
con quien pueda remediallo, y en este entretanto
creed, señor ventero, lo que os he dicho, y tomad vuestros libros y allá os
avenid con sus verdades o mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios que
no cojeéis del pie que cojea vuestro huésped don Quijote. —Eso no —respondió el ventero—, que
no seré yo tan loco que me haga caballero andante, que bien veo que ahora no se
usa lo que se usaba en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo
estos famosos caballeros. A la mitad desta
plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y pensativo de lo que
había oído decir que ahora no se usaban caballeros andantes y que todos los
libros de caballerías eran necedades y mentiras, y propuso en su corazón de
esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo, y que si no salía con la
felicidad que él pensaba, determinaba de dejalle y
volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo. Llevábase la maleta y los libros el ventero,
mas el cura le dijo: —Esperad, que quiero ver qué
papeles son esos que de tan buena letra están escritos. Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer,
vio hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un
título grande que decía: Novela del Curioso impertinente. Leyó el cura para sí
tres o cuatro renglones y dijo: —Cierto que no me parece mal el
título desta novela, y que me viene voluntad de leella toda. A lo que respondió el ventero: —Pues bien puede leella su reverencia, porque le hago saber que algunos huéspedes que aquí la han leído les ha
contentado mucho, y me la han pedido con muchas veras; mas yo no se la he
querido dar, pensando volvérsela a quien aquí dejó esta maleta olvidada con
estos libros y esos papeles, que bien puede ser que vuelva su dueño por aquí
algún tiempo, y aunque sé que me han de hacer falta los libros, a fe que se los
he de volver, que, aunque ventero,
todavía soy cristiano. —Vos tenéis mucha razón, amigo
—dijo el cura—, mas, con todo eso, si la novela me contenta, me la habéis de
dejar trasladar. —De muy buena gana —respondió el
ventero. Mientras los dos esto decían había
tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella;
y pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese de modo que todos la
oyesen. —Sí leyera —dijo el cura—, si no fuera
mejor gastar este tiempo en dormir que en leer. —Harto reposo será para mí —dijo
Dorotea— entretener el tiempo oyendo algún cuento, pues aún no tengo el
espíritu tan sosegado, que me conceda dormir cuando fuera razón. —Pues, desa
manera —dijo el cura—, quiero leerla, por curiosidad siquiera: quizá tendrá
alguna de gusto. Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y Sancho también; lo cual visto del cura, y
entendiendo que a todos daría gusto y él le recibiría, dijo: —Pues así es, esténme
todos atentos, que la novela comienza desta manera: |